Por suerte o por desgracia, no vamos a entrar a juzgarlo en este momento, nos gustan las bebidas espirituosas. Vamos, el alcohol, esa droga legal que tan pronto puede dar el toque definitivo y magistral a una noche mágica, convirtiéndola en memorable, como arruinar una vida sin contemplaciones, pestañeos ni remordimientos. Es este compuesto químico orgánico el que disfrazado de uno u otro modo, tomado de una u otra manera, ha conquistado a la mitad del planeta según diversos estudios.
Somos conscientes la mayoría, muchos al menos, de cómo de graves pueden ser sus efectos sobre nuestra salud en numerosos aspectos. Recientemente además, diversas organizaciones científicas han intentado derribar por enésima vez esos mitos en torno a las copitas de vino diario, esa buena cerveza ocasional y tantas otras fábulas transmitidas de barra en barra. Sin embargo, contra los datos y las evidencias en la mano, beber lleva siglos convertido en arte y la degustación de diversas bebidas espirituosas en fetiche.

Y por favor, dejemos a un lado convencionalismos sociales, presiones, sambenitos y otras vainas que aunque son ciertos no son el tema a tratar ahora. Que si no beber excluye en determinados círculos, que lo hace; que si beber en soledad resulta igual al fracaso, que desgraciadamente a veces es verdad; o que esta afición es consecuencia de un pacto de caballeros entre grandes compañías interesadas en sus ingresos y gobiernos interesados en sus impuestos. Olvidemos todo esto ahora mismo. Vamos a circunscribirnos en la afición, en la devoción que podemos sentir al levantar un vaso o una copa más o menos cargada con un licor u otro.
Pensemos en ese vino, olfateado a consciencia antes de entrar en boca. Oxigenado una vez dentro de ella. Ingerido en pequeña cantidad con el objetivo de percibir todos sus matices. Una maravilla, para el amante del vino.
Imaginemos ahora las cervezas, ahora tan de moda con todas esas pequeñas cervecerías afanadas en ofrecer un producto que se diferencie. La satisfacción que provoca llevarse a la boca una caña bien tirada. O abrir un botellín de una referencia elaborada con malta, cebada e ingredientes que hasta el momento de leerlos en la etiqueta los ubicábamos bien lejos de este particular zumo de cereales.

O el whisky, cómo pasar de él. Con ese litúrgico ritual de verterlo en un vaso pequeño y rebajarlo con agua para apreciar su paleta de aromas y sabores. O la costumbre —tan recia y definitoria de uno mismo— de degustarlo on the rocks, con unos buenos hielos hechos con agua de la que no empaña la calidad del espíritu, en un vaso bajo y ancho. Qué estampa.
Los ejemplos son interminables, sí, y no vamos a continuar. Porque hay que cerrar. Y debemos hacerlo con el broche, respondiendo una pregunta que nadie nos ha hecho. Nos gustan las bebidas espirituosas, en efecto, ¡cómo nos gustan! Pero la razón, más allá de apreciar maltas o levaduras de cervezas, matices de las más variopintas variedades de uva y sus crianzas en barrica, del trigo, el maíz o el centeno con el que se hace el whisky, es ese espíritu que insuflan. ¿O no es cierto?
No hablamos del «vapor sutilísimo» que según el Diccionario de la Real Academia Española exhalan el vino y los licores, hablamos de ese efecto que provoca, de estar embriagado en su justa medida. De ser más o menos consciente de una realidad tangible, sea mala o menos mala, y al mismo tiempo ver con otros ojos el mundo. Quizás todo esto vaya en los genes, como decía hace unos años una investigación de la Universidad de Pensilvania, o quizás no. Pero sí, cómo nos gustan las bebidas espirituosas.