"Nunca voy al cine" es una sentencia que resuena muchas veces en mi cabeza. Es el título de un delicioso relato de Vila-Matas en el que Pampanini —un primo lejano de Bartleby— hace esa afirmación con absoluta solemnidad cinematográfica. Creo recordar —y es muy posible que me lo esté inventando— que se trata de una frase que Vila-Matas leyó en una carta escrita a su mujer por un amigo de ésta y quedó resonando en su cabeza. Frases como virus.
Yo sí que voy al cine. Pero a veces preferiría no hacerlo. Mi relación con el mundo físico siempre ha dejado mucho que desear. Y mi relación con el cine, con las salas de cine en concreto, no podía ser menos.
Casi siempre, en algún momento de la proyección, pierdo la capacidad de abstracción y miro a mi alrededor. ¿Qué demonios hago en una sala oscura —lo íntimo por antonomasia— rodeado de doscientas personas que no conozco? Y es ahí cuando "lo real" me golpea en la quijada con todas sus fuerzas: olores, estornudos, ruidos de palomas comiendo palomitas y un crujir de papeles interminables. ¿Y que suelo hacer en situaciones similares (ver capítulo: Celebraciones varias) para soportarlas? Beber.
Pero no se puede beber en el cine. No, claro. Se puede estornudar, se puede hablar, se pueden comer toda clase de alimentos (nachos, palomitas, perritos calientes, etc.), se puede descubrir la sexualidad, se puede dormir y roncar pero beber no.
El cine y el alcohol son dos de las cosas más maravillosas del mundo. Si bebemos en casi todas las ocasiones en las que nos juntamos más de diez personas, ¿por qué no bebemos en los cines?
Recuerdo la primera vez (y la única legalmente) que bebí en una sala de teatro. Fue en la, ya mítica, sala Alfil. No recuerdo qué obra vi, pero sí la experiencia. Como el lector ya puede imaginar mi relación con el teatro también es muy deficiente. Sin embargo, con una copa en la mano, no tenía problema en abrazar la ficción y hacerla mía —salud Glen—; entrar a formar parte de la obra —salud Pampanini—.
No quiero circunscribir el binomio cine/alcohol a mi casa. Reivindico mi derecho a compartir con alguien una botella de Alabaster viendo Lost in Translation en un cine en versión original. O a degustar una botella de Clio mientras Blanche DuBois se desnuda palabra a palabra en un teatro colosal.
Estimado propietario de sala de cine: ponga usted una barra y una buena bodega en su establecimiento. Ganará más dinero y ganará más clientes.
"Porque en el cine nunca nada es cierto, nunca."
Ande, beba.