Imaginaba incluso la charla que mantendríamos del mismo modo en el que ella siempre había soñado con conocer a Craig Claiborne, el prestigioso redactor de la sección de gastronomía y crítico de restaurantes para el New York Times, con que se hicieran íntimos e invitarlo a su casa a cenar. Leyendo hace unos días No me acuerdo de nada, el último libro que Ephron publicó, dejé volar de nuevo la imaginación para retomar aquellas conversaciones en las que hablábamos de tortillas francesas, de esa palabra que empieza por v y de que la mantequilla nunca es demasiada. Esto último no solo lo decía su madre sino también su idolatrada Julia Child.
Debo confesar que mi epifanía con la mantequilla salada fue bastante parecida a la que tuvo la chef norteamericana con el sole meunière, recién llegada a Francia con su marido. En ese sentido, nada me parecía más perfecto que un trozo de mantequilla de baratte —el resultado de dominar la técnica tradicional de batir la nata en un barril de madera— cuya rusticidad y notas avellanadas envuelven el paladar de tal manera que una vez se prueba, ya no hay vuelta atrás. Desde entonces, tengo la firme convicción de que la razón de ser de todos aquellos que sufrimos de francofilia se debe a nuestro idilio con la mantequilla.
Nunca perdí la esperanza de descorcharle un vino a Nora Ephron durante el primer año en el que trabajé en la capital francesa, hasta el punto de visualizarme entre servicio y servicio compartiendo con ella un Marie-Noelle Ledru millésimé. No uno de los últimos que se podían encontrar buscando bien en alguna vinoteca de barrio, yo me veía bebiéndonos un tesoro de anticuario; una botella de una añada antigua que tuviera historia. Puestos a soñar, soñemos sin dudarlo a lo grande. Me preguntaba a mí misma, ¿quién mejor que Nora Ephron para apreciar los matices de un champagne con años? De esos en los que cada sorbo evoca el placentero mordisco de un croissant de mantequilla bien crujiente o la deliciosa cucharada de esa crema tan bretona como es el caramel au beurre salé, caramelo de mantequilla salada podríamos llamarle.
En el libro El Arte de la Cocina Francesa, Julia Child cuenta que "puede aprenderse todo sobre la buena comida, buscando lo mejor, ya sea en algo simple o en algo exclusivo" y que, igual que sucede con el vino, "uno se convierte en experto en vino bebiéndolo y escogiendo la mejor calidad que podamos permitirnos". Child pone la guinda diciendo que "una vez probado, se saborea, se analiza, se comenta con los amigos y se compara con otras experiencias". No es de extrañar que tanto ella como Ephron, no sólo amaran comer, sino que amaran además pensar en comer.
Si bien el gusto y el olfato se entrenan y es con los años que se aprende a disfrutar de las virtudes que aporta el paso del tiempo, tomando un champagne envejecido Nora Ephron me habla de lo que cuesta admitir que se es viejo. Es cierto que la gente prefiere decir que es mayor y no acepta esa pátina que dejan los años cuando es ahí donde reside su encanto. Tener paciencia para que madure la nata, para que se afine un vino en la botella o para que aparezcan las canas y así ganar en experiencia, es el secreto que hace que una mantequilla, un champagne o una persona nos cautive.
Por cierto, puestos a desvelar secretos, según Ephron todo el mundo debería saber que para hacer una buena tortilla el truco está en añadir una yema extra a dos huevos enteros. Hay quien está convencido de que comiendo tortillas de clara de huevo le hace un gran favor a sus niveles de colesterol cuando no se da cuenta que es lo más triste del mundo. A ella, ver a sus amigos de California comiendo tortillas de clara de huevo le daba lástima. Por supuesto, lo de calentar a fuego alto en la sartén una porción generosa de mantequilla hasta que se derrita antes de echar los huevos, ni mencionarlo aun siendo lo ideal para que quede más esponjosa.
Suena As time goes by mientras nos acabamos la botella charlando de la importancia de tomar tu última comida antes de que ese momento llegue de verdad. Saboreo la rebanada de pan de hogaza tostada y untada con la mantequilla salada y me sirvo la última copa de champagne al tiempo que nos traen las dos tortillas francesas bien jugosas que hemos pedido. "Si se posee la justa combinación de pasión, obsesión y mantequilla, se puede cambiar de vida y lograr que los sueños se hagan realidad, ¿no crees?", me dice ella antes de cortar su tortilla.
Cristina Silva. Cosecha del 84. Me fascinaba ver cómo mi madre ejercía de anfitriona en casa y me decanté por la sumillería porque las mejores historias suceden siempre en torno a una mesa en la que se bebe vino. Los años en París aprendiendo del arte de la sala volvieron francófilos tanto a mi paladar como a mi nariz y me enseñaron el valor de lo vintage. Desde entonces, no dejo de repetir «¡Guarda la botella unos años y verás!» para que el gusto por los vinos de añadas antiguas y la cultura de la guarda no lleguen a desaparecer.