Antes de que Barcelona comenzase su expansión allende de sus primeras murallas, antes siquiera de atisbar los visionarios una urbe como la actual, el populoso mercado de la Boqueria estaba allí. Llenando las despensas de aquellos que podían colmarlas.
En una primera y difusa época, en su nacimiento con el cielo como bóveda, estuvo allí cuando los agricultores y vendedores ambulantes de las cercanías se acercaban hasta la ciudad para vender sus productos. Y desde 1836 como el presente Mercat de Sant Josep, tras levantarse sobre un antiguo convento y erigirse como punto imprescindible del centro de la capital catalana.

Ferran Adrià, el referente culinario indiscutible, hablaba de esta plaza como un templo gastronómico en el prólogo de la obra La cocina de la Boqueria, como «un lugar en el que se concentran todos los pasos de la cadena alimentaria». «Desde los productores, recolectores, carniceros, pescadores que proporcionan los alimentos, hasta los clientes, sean particulares o profesionales, pasando obviamente por esta raza magnífica, tan característica, los comerciantes que hay en todas las paradas».

El escritor Manuel Vázquez Montalbán, gastrónomo más que reconocido, decía que «no sólo es el mercado total», «sino también un itinerario humano en el que vendedores y compradores posan para la retina del mirón que les sorprende en los mejores gestos». Unas palabras que en parte reflejaban la fijación atemporal del viajero en esta despensa y anticipaban, en cierto modo, su transformación parcial en espectáculo al que turistas de todo el mundo asisten asombrados.
Es la hipnótica danza del trasiego más común. El de los compradores habituales, habitantes de La Rambla, barrios cercanos, resto de la ciudad y más allá. Y el de los vendedores y comerciantes, cada vez más especializados tanto en el mejor producto local, de granja, huerta y mar, como en el foráneo, llegado de tierras exóticas para satisfacer las demandas de cualquier gusto.

Un latir conjunto que provoca ser la fuente de abastecimiento esencial de hogares y espacios gastronómicos de toda índole. Desde los más humildes bares que puedan circundarlo, a los restaurantes catalanes con estrellas Michelin más alejados. Un espacio expositivo, un museo, en el que ver, oler, tocar e incluso degustar las obras que el mundo natural concibe y los humanos nos llevamos a la boca, sin que el ciclo vital se detenga. Necesidades y placeres. La vida.