Es difícil rastrear los orígenes de las diferentes especies de gallinas en España, pero lo que podemos saber es que la gallina del Penedés es una de las más antiguas de las que consta un registro específico en Cataluña. Así pues, sobre esta raza ya se habla en textos de 1928, en los que se destaca, sobre todo, su tipo de huevo, de cáscara marrón rojiza, característica de este tipo de aves.
En la década de los 30 del siglo XX fue cuando se comenzó a anotar los parámetros que daban forma a esta raza de gallinas. El color de los huevos, como ya hemos comentado, fue uno, así como el pecho negro y pata clara, o la variedad negra, que estuvo a punto de desaparecer por completo y que hoy en día se ha logrado recuperar.
Hay que tener en cuenta la labor de avicultores, biólogos y genetistas, que lograron definir la raza gallina del Penedés y mediante un arduo trabajo de cría y selección han podido asentar de nuevo una especie que había caído en el olvido.
Las variedades que se mantienen hoy en día de la gallina penedesca son la negra, en la que las gallinas son de color negro intenso, incluyendo las patas; la aperdizada, que sí que diferencia hembras, doradas con franjas negras en las plumas, de los machos, que son negros con toques rojos o dorados. Las hembras de variedad blat son de color salmón, y el pollo pasa también al negro, con apenas diferencias con respecto a la variedad aperdizada. Y por último, en la variedad barrada encontramos hembras doradas con franjas y patas blancas, mientras que los machos, una vez más, desarrollan un brillante plumaje negro, diferenciándose por la blancura de sus patas.
La gallina del Penedés destaca por sus huevos rojizos y es una especie dedicada sobre todo a la puesta. En cuanto a su consumo solo para carne, se suele usar especialmente la negra. En la actualidad, la recuperación y mejora de la especie ha llevado a su reconocimiento como Indicación Geográfica Protegida (IGP).
Se crían de manera tradicional, y se presta mucho cuidado a que puedan tener acceso sin problemas a espacios abiertos durante toda su vida. Las aves sacrificadas para consumo cárnico mantienen un mínimo de vida de 98 días.