Hay un mítico y antiquísimo sketch de Martes y Trece en el que Millán, disfrazado de señora mayor, con sus rulos y su carro de la compra a un lado, aparece sentado en el patio de butacas de un cine comiendo palomitas. De las palomitas pasaba a las patatas. De ahí al jamón, al queso, pan, frutos secos, hasta que acababa batiendo un huevo a mitad de la película. La gracia evidentemente residía en la exageración.
Quince o veinte años después (ya ni lo sé, me he hecho mayor) uno recuerda ese sketch y ya no le hace tanta gracia. No porque esté desfasado, si no porque lo que muestra ya no es tan exagerado, así que ya no es gracioso.
Siempre he creído en la sala de un cine como en algo sagrado. Un sitio en el que silencio y quietud son parte de la magia que hace que lo que ocurre en la pantalla gigante parezca una realidad. Todo lo demás son distracciones.
Así, nunca he sido especialmente amigo de las palomitas. Hacen ruido, ensucian, huelen, crean movimiento cuando se comparten. Distraen, vamos. Al igual que los refrescos y derivados. Pero bueno, es un clásico, uno lo acepta. Uno recuerda las secuencias de cines de antaño con todo el mundo apelotonado y fumando y piensa, esto no es peor, así que, gracias. ¡Que vivan las palomitas, pues!
Pero la cosa ha ido a peor. De las palomitas se saltó a las chocolatinas, de ahí a los nachos con salsa que además hay que portar en una bandeja. Chucherías, perritos, hamburguesas... ¡Pero qué es esto! Hay salas que más que un cine parecen un local de comida rápida con una pantalla gigante al fondo en la que da la casualidad que ponen un film de estreno.
Y de ahí se ha dado el paso a las copas. Me encantan las copas (también las hamburguesas, eh) pero no en mi sala mágica. Hay pelis que invitan a beber, y que incluso se ven mejor copa en mano. Pero no en el cine. Es cierto que uno ve Entre Copas y le entran ganas de degustar un pinot noir o que El Padrino se ve mejor con una botella de whisky. Pero no en el cine. El cine debe ser aspiracional en todo. En lo que ves en pantalla y en lo que sientes, necesitas y padeces. Que te apetece un vino, te aguantas. Al igual que te aguantas porque no vas a tener a Blanca Suárez entre tus brazos por mucho que lo veas claro en el espacio-tiempo que dura la película.
Si quieres mezclar alcohol y cine, esperas a que la emitan en El Peliculón, la alquilas o te das de alta en Filmin. Y entonces, sí. Es más, no sé si has visto La Gran Belleza. Aún está en el cine. Es una historia que tiene un ritmo y unas vistas que invita a verla al ritmo de una botella de un buen vino tinto. Es más, lo haré. Pero en casa, no en el cine. Nunca. La sala mágica es sagrada.